Una bella historia que nos habla de empatía, generosidad y compasión
Dos hombres muy enfermos compartían habitación en el hospital. Uno de ellos podía incorporarse un poco en su cama, que daba a la única ventana de la habitación. El otro, sin embargo, debía estar tumbado todo el tiempo.
Todas las tardes el hombre que podía incorporarse describía a su compañero lo qué veía por la ventana. Éste se alimentaba de esos momentos en que le describían la vida exterior.
La ventana daba a un parque con un bonito lago. Patos y cisnes se movían por el agua mientras los niños jugaban. Había también jóvenes amantes, árboles ancestros y una fina línea del cielo sobre la ciudad se podía ver en la lejanía. Un día había un arcoiris, otro un desfile… y así pasaron las semanas.
Una noche, el hombre junto a la ventana murió plácidamente mientras dormía. Al cabo de unos días, todavía muy triste por la ausencia de su compañero, pidió a la enfermera que le cambiara a la cama de al lado de la ventana, a lo que ésta accedió.
Cuando ya se encontraba solo, lenta y dolorosamente, pudo incorporarse para mirar por esa ventana. Por fin tendría la posibilidad de verlo todo con sus propios ojos.
Su sorpresa fue mayúscula cuando observó que las únicas vistas desde la ventana eran un muro blanco. No entendía nada.
-¿Cuándo habían puesto ese muro?, preguntó a la enfermera.
-Lleva siempre ahí, le contestó.
-Entonces, ¿por qué me contaba todas aquellas historias?
-Quizás sólo quería animarle, le dijo.
Como decía Teresa de Calcuta, «no dejes que nadie se acerque a ti sin que al irse se sienta mejor y más feliz».